(Por SoySeguridadPrivada) – La seguridad ya no es solo cuestión de cámaras, vallas o rondas. Es, sobre todo, una cuestión de personas. Y aquí es donde el sector de la seguridad privada tiene un papel protagonista. Como bien afirma INCIBE (Instituto Nacional de Ciberseguridad), por muy avanzados que sean los dispositivos o los sistemas técnicos, todo el sistema puede desmoronarse si un solo usuario comete un error. El vigilante, el operador, el recepcionista o el directivo: todos somos eslabones de una cadena. Y ya sabemos qué pasa con el eslabón más débil.
Por eso, el primer paso para consolidar una cultura de seguridad pasa por la formación real y continua. No se trata de cumplir el expediente con una charla anual ni de firmar un papel que acaba en una carpeta olvidada. Hablamos de formar a todos los perfiles, desde el técnico de sistemas que debe conocer herramientas como cortafuegos, sistemas de detección de intrusos o políticas de parcheo, hasta el usuario final que accede a datos sensibles desde un ordenador de sobremesa o un dispositivo móvil.
El Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) ya contempla esta obligación, pero más allá del imperativo legal, es una necesidad urgente en el entorno actual. ¿Cuántos vigilantes han recibido formación para identificar un intento de ingeniería social? ¿Cuántos trabajadores conocen los riesgos de conectar un USB sin verificar su procedencia?
En muchas empresas, incluso del sector, se sigue pensando que la seguridad informática es “cosa de informáticos”. Grave error. Un profesional de seguridad que no sepa detectar una conducta sospechosa en un entorno digital es tan vulnerable como el que deja una puerta abierta tras el relevo. Por eso, los planes de formación deben incluir a todos: administración, recursos humanos, comerciales y, por supuesto, seguridad privada. Cada uno con un nivel y enfoque adaptado.
Además de la formación, se necesita establecer normativas y procedimientos claros, con una política de seguridad visible, comprensible y accesible para todos. La seguridad no debe ser un lastre burocrático, sino una herramienta operativa al servicio del personal. Hay que definir qué se puede y qué no se puede hacer con el correo, con el acceso a Internet, con los dispositivos móviles. Y no basta con colgarlo en la intranet: hay que comunicarlo, recordarlo y, si es necesario, acreditarlo documentalmente.
La rotación de personal, muy habitual en nuestro sector, exige que estos procedimientos estén protocolizados y automatizados desde el primer día. El alta de un nuevo trabajador debe incluir tanto la entrega del uniforme como la lectura y aceptación de las normas de seguridad. Y, por supuesto, es clave que la dirección de la empresa lidere el proceso: sin compromiso desde arriba, el mensaje se diluye y el protocolo se convierte en papel mojado.
Establecer una cultura de seguridad en la empresa no es una tarea de una sola vez ni responsabilidad de un solo departamento. Como cualquier sistema vivo, debe evolucionar, adaptarse y ser evaluado. En este sentido, tan importante como formar o normativizar, es supervisar el cumplimiento real de las buenas prácticas de seguridad. Y eso solo se consigue con auditorías (internas o externas), mecanismos de trazabilidad, responsables claramente designados y un control razonable del uso de los recursos.
En el contexto de las empresas de seguridad, muchas veces el correo electrónico, las cámaras o los dispositivos móviles se utilizan de forma híbrida: personal y profesional. Por ello, cualquier política de control debe estar bien explicada, amparada legalmente (como indica la LOPDGDD) y basada en el principio de proporcionalidad. No se trata de espiar, sino de proteger: a la empresa, a los empleados y a los clientes.
En este sentido, INCIBE destaca la figura del Comité de Seguridad, un órgano multidisciplinar (no exclusivo de informática) que puede supervisar, revisar y proponer medidas de mejora continua. En empresas grandes, este comité es clave; en empresas más pequeñas, su función puede recaer en una persona responsable, pero el objetivo debe ser el mismo: evitar que las políticas de seguridad queden desfasadas o se apliquen con desigualdad.
Ahora bien, el verdadero cambio no llegará sin concienciación activa. Y esto va más allá de la formación. Concienciar es implicar. Es lograr que el trabajador no solo sepa qué hacer, sino que quiera hacerlo porque entiende el porqué. La diferencia está en la actitud.
No todos los empleados necesitan cursos técnicos, pero sí información útil y constante: desde carteles con consejos de seguridad, hasta píldoras informativas, casos reales o simulaciones prácticas. ¿Qué hacer ante un correo sospechoso? ¿Cómo reconocer un intento de phishing telefónico? ¿Por qué no se debe reutilizar contraseñas en distintos servicios? Este tipo de mensajes debe estar presente en la rutina, como lo están los turnos, las nóminas o los partes de incidencia.
La concienciación también debe alcanzar al personal directivo, que no solo toma decisiones estratégicas, sino que maneja datos críticos y, muchas veces, representa el punto de mayor riesgo ante ataques dirigidos. Aquí la formación debe ser personalizada, adaptada a sus funciones y, si es posible, extendida incluso a sus entornos tecnológicos personales.
El mensaje de fondo es claro: la seguridad es cosa de todos. Y cuando todos los eslabones de la cadena están bien engranados, la empresa se fortalece no solo frente a amenazas, sino también en reputación, cumplimiento legal y competitividad. Porque sí, invertir en seguridad, formar, supervisar y concienciar… no es un gasto. Es una decisión estratégica rentable, que reduce incidentes, mejora la imagen ante los clientes y protege lo más valioso que tiene cualquier organización: su gente, su información y su confianza.