(Por Carmen Espadas) – Me dedico a la seguridad privada, lo que vendría a ser un vigilante. Con toda probabilidad esperan leer a continuación un detalle de la precariedad salarial y general de este oficio, con el que estar de acuerdo si pertenecen al gremio o utilizarlo para envoltorio de bocadillo si son antigremio.
No importa. Estas líneas apelan a los que no se suscriben en ninguno de los dos bandos: a los restantes que, a mi entender, suponen una mayoría.
No es un trabajo fácil, ninguno lo es. Está lleno de personas frustradas, victimismo, escasa formación y un largo etcétera, tan largo como vocación, preparación, empatía y responsabilidad social. Sí, son dos listas con igual extensión de etcéteras y que encontramos en muchos sectores.
Alguien con una defensa y unos grilletes no evoca la imagen de la protección, tal vez encuadra más con la de represión o ataque, lo entiendo. También podemos entender que cuando la intervención física es una variable posible resulta necesario contar con herramientas de protección, insisto, protección. Ahora bien, no es la primera ni la segunda instancia, es la última. Presuponer la incapacidad comunicativa del vigilante es un prejuicio muy común, tan poco acertado como la mayoría de prejuicios.
Proteger personas y cosas implica vigilancia, pero sobre todo observación proactiva para activar los recursos óptimos que, en la mayoría de ocasiones, no tienen nada que ver con la violencia. El punto justo de la violencia no existe, no hay justicia en la violencia, aun así el comportamiento en nuestra sociedad está plagado de ella. El punto justo sería la materialización del ideal, en un mundo donde nada ni nadie debiera ser protegido.
Hasta que llegue ese momento, cuando me vean de servicio, no vean en mí a una víctima o una agresora, a una mastuerza o licenciada, tan sólo a una buena profesional ejerciendo su profesión.
Publicado en «Cartas al Director» de El Periódico de Cataluña – 10 de julio de 2020