(Por J.Sebastian Valverde) – Llevo ya más de 16 años en el mundo de la seguridad privada, y aunque no me cambiaría por nadie, a veces me pregunto si de verdad tomé la mejor decisión al elegir este camino. No, no es un trabajo para hacerse rico, ni vas a vivir rodeado de lujos ni de reconocimiento social, como si fueras un abogado o un médico. ¿Quién te va a reconocer por estar de pie toda la noche mirando una pantalla, cuando podrías estar haciendo algo «más importante»?. Pero, por otro lado, hay algo que este sector tiene que muchos otros trabajos no: estabilidad. No quiero decir que sea un paseo por el parque, pero te aseguro que, si no fuera por la gente que he conocido en el camino, probablemente ya habría dejado todo hace años.
Lo que más te golpea de este mundo es la completa disparidad que existe. La seguridad privada es como una ruleta, y te toca lo que te toca. A veces, te llega a tocar una empresa decente, que te paga bien y a tiempo, que te respeta y te valora. Y esos días, amigos míos, son como un oasis en medio del desierto. Esos días son los que te hacen pensar: «Mira, esto no está tan mal, realmente estoy haciendo algo valioso». El trabajo fluye, el equipo se apoya y hasta te sientes un poco orgulloso de lo que haces. Pero claro, esos días son raros, como encontrar una aguja en un pajar. En otras ocasiones, te encuentras en una de esas empresas que parecen pensar que eres una pieza desechable, uno más de la cadena, que ni siquiera tiene derecho a que le paguen a tiempo. Y las horas extra… no te quiero ni contar. A veces, tu jornada laboral se convierte en una maratón sin meta. Y claro, no te explican nada, ni te piden perdón por el caos. Simplemente, ahí estás, sobreviviendo.
Lo peor de todo son los turnos interminables. Esos que te dejan hecho polvo, que te hacen pensar que la cama ya no tiene ningún sentido. Esos turnos donde los descansos parecen una fantasía y, al final, todo lo que quieres es olvidarte de la vida por un rato. Y si tienes suerte y te encuentras con un compañero que te apoya, pues bueno, sobrevives. Pero si te toca estar solo o con alguien que no tiene ni idea de lo que está haciendo, cada hora se convierte en una eternidad. Eso sí que es supervivencia pura.
Y luego está la parte humana, que es un capítulo aparte. En seguridad privada, la clave no es solo estar parado con un uniforme, vigilando todo como un perro de presa. No. La clave está en los compañeros. Y eso puede ser una bendición o un infierno. Si estás solo y el sitio está tranquilo, todo bien. Pero si te toca lidiar con un compañero que se cree el sheriff del lugar, o peor, si te toca con varios, prepárate. Ahí es cuando empiezan los roces, las guerras frías, las peleas por nada. El trabajo se convierte en un campo de batalla emocional, y el trabajo en equipo se reduce a un chiste. La división en el sector es brutal. No hay unión, no hay fuerza colectiva. Si no te adaptas y te dejas llevar por esa mentalidad de «sálvese quien pueda», acabarás siendo el tonto del grupo. Y si te atreves a cuestionar, pues prepárate para ser el enemigo número uno. Así que sí, en muchos casos, la seguridad privada es como un juego de supervivencia.
Al final, ¿qué te queda? La seguridad privada no es para todo el mundo. No, no te vas a hacer rico y, a veces, tendrás que aguantar más de lo que te gustaría. Abusos laborales, desorganización, falta de respeto… todo eso está ahí, acechando. Pero también está esa sensación de saber que, al final del día, el trabajo que haces tiene un propósito. A veces, el salario no compensa ni de lejos el esfuerzo, pero si logras encontrar una empresa que te valore, si consigues un trabajo que realmente te llene, te das cuenta de que, a pesar de todo, hay algo que vale la pena. Claro, eso también depende de que la suerte esté de tu lado.
Este sector es un juego de azar. Te puede tocar un lugar donde todo vaya bien, o te puede tocar un sitio donde todo esté en contra. Pero si consigues encontrar ese equilibrio, si logras mantenerte a flote a pesar de todo, te das cuenta de que, aunque no sea el trabajo más fácil del mundo, al final de cuentas es el que elegiste. Y mientras te siga permitiendo vivir, sigue siendo un buen trabajo… bueno, más o menos.
Convives con la imagen que la empresa quiere proyectar, esa imagen perfecta que tiene más brillos que la estrella de Hollywood. Protocolos ideales, normas sacadas de un manual que parece escrito para dar la mejor cara al público. Y es casi cómico ver cómo nos venden todo esto como la base de un sistema bien estructurado, cuando la realidad no podría estar más lejos de esa mentira. ¿Qué priorizan las empresas? ¿De verdad les importa la calidad del servicio que damos? ¿O nuestro bienestar como empleados? Si lo hacen, vaya forma tan curiosa de demostrarlo, porque yo, personalmente, llevo casi un año esperando que me respondan algo tan sencillo como una solicitud. ¿Cuánto tiempo más tengo que esperar para ver una mínima muestra de respeto o agilidad? En vez de acción, nos dan promesas vacías. ¿Y la imparcialidad? Esa palabra que debería ser la base de cualquier entorno laboral, ni aparece. ¿Cómo esperan que confiemos en un sistema que nunca nos ha tratado de manera justa? Lo que nos venden no tiene nada que ver con lo que vivimos, y eso, créeme, fastidia.
Seguro que en otros gremios pasa lo mismo, lo he visto con mis propios ojos, porque trabajamos codo a codo con otras empresas. En todos los sectores, las promesas se las lleva el viento. Pero lo que más me molesta de todo esto es cómo, en nuestra profesión, la dualidad está en el ADN del sistema: la que nos venden y la que vivimos. Conozco bien la otra cara del mundo corporativo. Sé cómo las grandes empresas priorizan la fachada, lo bonito. Lo que pasa tras las cortinas, eso que no se ve, es lo que realmente define el sector. Y sinceramente, no es un panorama bonito, ni mucho menos.
Lo más preocupante de todo esto es la falta de referentes. En nuestra profesión no tenemos líderes de verdad. No hay figuras que levanten la voz por nosotros, que defiendan realmente nuestros intereses. Nos dejan colgados en un sistema donde la equidad es solo una palabra bonita, pero vacía. Cada uno está en su propio barco, sobreviviendo como puede, porque no hay unión, no hay fuerza colectiva. Es un vacío tan grande que a veces parece que el sistema está diseñado para que todo se desmorone a nivel individual. Porque cuando no tienes apoyo, ni estructuras que te respalden, lo único que te queda es ser un engranaje más de la maquinaria. Y el resto, que se joda. Así de claro.
Y ahora, que me metí en los sindicatos, he empezado a ver las cosas desde una perspectiva aún más triste. Al principio pensaba que los sindicatos serían como ese refugio donde podríamos alzar la voz, defender nuestros derechos, hacerlos valer. Pero resulta que, en muchos casos, los sindicatos se han convertido en una extensión de las empresas. He visto cómo se infiltran, cómo algunos dentro del sistema se venden al mejor postor y acaban trabajando para que las empresas tengan todo bajo control, no para defender a los empleados. Es un juego sucio, una guerra en la que los intereses personales se imponen a los del colectivo. Y claro, ¿qué podemos esperar de un sistema que, desde sus cimientos, ya está corrompido? Es triste pensar que estamos atrapados en un sistema que nunca cambiará, porque el propio sistema está hecho para que siga igual.
Así que aquí estamos, atrapados en este lío, sabiendo que lo que más necesitamos depende de otros, de un sistema que no entiende lo que necesitamos, que no está hecho para darnos respuestas. Y, sinceramente, da miedo pensar que este puede ser el futuro de todos los sectores. Una fachada brillante, una promesa de bienestar, pero detrás, la realidad está tan lejos de esa imagen que da hasta pena. Mientras tanto, los que estamos en el frente, los que realmente trabajamos día tras día, seguimos esperando que algo cambie. Pero nada llega. Y seguimos adelante porque no tenemos otra opción. Pero, joder, no es justo.
La seguridad privada, aunque no lo parezca, es un gremio imprescindible. Sin duda. Sin embargo, lo más irónico es que muchos de los que trabajamos en este sector no nos sentimos ni importantes ni necesarios. Es curioso cómo un sector que se dedica a protegerlo todo, a mantener el orden, acaba siendo invisible, como si no existiera. En lugar de ser reconocidos como piezas clave de la seguridad en la sociedad, somos solo trabajadores que hacen un trabajo que nadie entiende y cuya importancia queda oculta detrás de sectores «más vistosos». Y, en el fondo, eso es lo que más jode: que el trabajo que haces nunca va a ser reconocido de la forma que merece, y mientras más lo intentas, más te quedas en el olvido.
Las empresas que gestionan este gremio son unos verdaderos genios del marketing. Te venden el servicio como la solución definitiva a todos los problemas de seguridad, todo pulido, perfecto, como si fuéramos los superhéroes del orden. Pero, en cuanto te adentras en el tema, la realidad se desploma más rápido que un castillo de naipes. Lo gracioso es que, aunque las empresas siempre aseguran que no están ganando grandes márgenes de beneficio, a la hora de la verdad regalan horas extras como si fueran caramelos. Y lo mejor de todo: lo hacen sin que les tiemble el pulso. No importa que el trabajador termine agotado, no importa que se le dé un equipo que parece salido de una película de los años 70, lo importante es ganar contratos. A veces, es mucho más rentable para ellas ofrecer horas extras o servicios de seguridad de mala calidad que invertir en mejorar las condiciones laborales o en dar a los empleados equipos que realmente funcionen. Es un ciclo vicioso donde todos perdemos: los trabajadores con turnos interminables y materiales obsoletos, y la empresa, que se ahorra unos cuantos euros mientras se arriesga a que el sistema se venga abajo. Los materiales de seguridad, que teóricamente deberían garantizar nuestra protección, son más inservibles que un par de zapatos rotos. Y lo peor es que, en lugar de usarlos adecuadamente, terminan amontonados como si fueran chatarra, sin que nadie se moleste en darles un mantenimiento. Claro, todo esto parece una broma de mal gusto, pero para nosotros, que estamos en el campo de batalla, no tiene gracia.
Esto, por supuesto, no es exclusivo de nuestra profesión. Es un reflejo de lo que pasa en la sociedad en general. Cuanto más ignorantes y dóciles somos, mejor, ¿no? Nos tratan como si fuéramos engranajes baratos que se pueden reemplazar cuando se les da la gana. La falta de educación, el miedo a cuestionar las cosas, todo eso es lo que nos convierte en piezas de repuesto fáciles de manipular. Si no sabemos lo que valemos o no nos atrevemos a luchar por lo que merecemos, ellos ganan. Y, claro, entre más callados y sumisos estemos, más ganan. Pero lo peor de todo es que el maltrato y la falta de reconocimiento solo hacen que aumente el hartazgo, esa sensación de estar siendo explotados hasta el último aliento.
Lo que realmente me cabrea es cuando te intentan tomar por tonto, cuando se creen que eres un peón en su juego y tu opinión no vale nada. El silencio, a veces, lo interpretan como debilidad. Y ahí es donde se equivocan. Si he guardado silencio, no es porque me sienta débil, sino porque he aprendido a controlar mi temperamento. Sé perfectamente lo que pasa cuando te dejas llevar por el impulso, y no me voy a arriesgar a que me cueste más caro de lo que vale. Pero que no me tomen por tonto, ni por alguien de quien puedan burlarse sin consecuencias. Porque sé exactamente lo que vale este trabajo, lo que vale cada hora que paso en un turno, y no voy a quedarme callado mientras me pisotean.
Siempre me han incomodado las injusticias, y en este gremio las he visto de todos los colores. Aunque tenga días en los que quiera tirar la toalla, aunque este gremio me haya costado mi salud mental en algún momento, aunque sea la lucha de un humano contra un gigante, yo seguiré poniendo mi granito de arena con todo aquel que lo necesite y lo merezca. Soy de los más críticos con el gremio, pero también soy de los que piensa que toda queja debe ir acompañada de soluciones. Por ello, creo que juntos debemos cambiar esto. Sé que no todos, pero una parte importante del gremio somos iguales; solo debemos encontrarnos, organizarnos y ayudarnos para tomar las riendas. Así, podremos colaborar con quienes no se ven dispuestos o no pueden por temor.
Algunos dirán que mis luchas son causas perdidas, que ya está todo perdido. Y, ¿sabes qué? Me da igual. Mientras me quede aliento, no me voy a quedar sentado esperando que el sistema se arregle solo. Cada desplante, cada desprecio, cada momento en que nos tratan como si no valiésemos, solo hace que mis ganas de luchar aumenten. Sé que no soy el único que piensa así. Así que, aunque el sistema parece diseñado para pisarnos, no me van a hacer sentir que no puedo seguir adelante. El hartazgo es una fuerza destructiva, sí, pero también puede ser la chispa que encienda la lucha por lo que nos pertenece. Y si algo tengo claro es que, por cada golpe que recibimos, nuestra determinación crece un poco más.